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Marruecos tiende la mano, el régimen argelino muerde los dedos: generales aislados y Tebboune en crisis de legitimidad

Editorial / Iman Alaoui – ALDAR

Una vez más, Marruecos tiende sinceramente la mano a Argelia, con la sabiduría de un Estado milenario que cree en la virtud de la buena vecindad y en un destino común. Y una vez más, el régimen argelino cierra las puertas, prisionero de una hostilidad fabricada desde hace décadas en los laboratorios de la institución militar. Esta hostilidad se ha convertido en una cortina para ocultar sus fracasos internos y en una herramienta de dominación sobre un pueblo agotado por los discursos de la Guerra Fría.

En su último discurso del Trono, el rey Mohammed VI envió un claro mensaje de buena voluntad a la dirigencia argelina, afirmando la disposición de Marruecos a abrir una nueva página, orientada hacia un diálogo responsable y constructivo, capaz de superar las diferencias bilaterales y sentar las bases de un gran Magreb unido, capaz de enfrentar los desafíos comunes y crear esperanza para los pueblos de la región. Pero, como respuesta, el régimen argelino no reaccionó con una declaración oficial, sino con una amplia campaña de provocación orquestada por sus medios de comunicación y redes digitales, atacando a Marruecos, a su dirigencia y a su pueblo. Una actitud que refleja, una vez más, los viejos reflejos agresivos de los generales de El Mouradia.

Esta reacción hostil delata la verdadera naturaleza del régimen argelino: un poder militar que sólo sobrevive fabricando un enemigo externo, al que achaca todos sus fracasos internos —desde la parálisis económica hasta el colapso de los sistemas educativo y sanitario, pasando por la crisis política encarnada en un presidente, Abdelmadjid Tebboune, sin verdadera legitimidad popular, mantenido a raya entre las decisiones de los generales y las órdenes de círculos oscuros.

El ataque al discurso real revela que este régimen rechaza toda dinámica de estabilidad o acercamiento, porque una apertura semejante pondría en peligro sus mecanismos internos de chantaje y evidenciaría su incapacidad para gobernar sin el espantajo de un enemigo. Este poder teme incluso los gestos de buena fe, porque un diálogo sincero desenmascararía la fragilidad de sus narrativas, especialmente sobre la cuestión del Sáhara marroquí, sobre la cual el rey Mohammed VI reafirmó, una vez más, sin ambigüedad, que la marroquinidad del Sáhara no es negociable ni discutible, y que la soberanía marroquí está respaldada por la historia, la realidad y la legalidad internacional.

Mientras la mano del soberano marroquí se extendía para discutir cuestiones bilaterales como la delimitación de fronteras y el relanzamiento de proyectos magrebíes de integración, el poder argelino respondió con una clara intención de obstrucción y escalada, percibiendo cualquier gesto de apaciguamiento como una amenaza para su propia existencia y como una revelación de su hipocresía política. Un régimen que afirma defender el “derecho a la autodeterminación” en el extranjero, mientras reprime brutalmente cualquier expresión pacífica en su propio territorio, silenciando a la prensa libre y criminalizando el debate político.

Una lectura racional del discurso del Trono muestra claramente que Marruecos avanza con serenidad hacia el futuro, bajo el signo de la estabilidad, el desarrollo y la integración regional, mientras que el régimen argelino tambalea al borde de un abismo que él mismo ha cavado, desperdiciando el tiempo y repitiendo las mismas cantinelas desgastadas. Pero la Historia no perdona, y el cambio es inevitable, sobre todo cuando un Estado se convierte en una carga para su propio pueblo, y cuando el ciudadano argelino se da cuenta de que su dignidad no puede construirse sobre el odio al otro.

Al final, el régimen argelino parece fascinado por su propia caída, encerrándose en una soledad mortal, mientras Marruecos escribe nuevos capítulos de proyección regional e internacional, guiado por un rey que domina el arte de gobernar, y que tiende la mano incluso a aquellos que responden con insultos. Tal es la nobleza de los fuertes y la lógica de las naciones que creen que el futuro se construye con diálogo, no con provocación —con los pueblos, no con los generales.

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